Comentario
En Estados Unidos, como en el resto del mundo, la paz había creado grandes expectativas de transformación social. El liderazgo paternal y casi percibido como el de un profeta o un santo de Roosevelt había creado la expectativa de una pronta vuelta a los programas del New Deal, nada más concluir la guerra. El presidente había prometido una "ley de derechos económicos" y la mayor parte de los liberales pensaban que volvería a sus programas de reforma social gracias al incremento del gasto público (uno de los ensayistas más conocidos del momento, Chester Bowles, había prometido una profunda transformación social a partir de estos ideales). Sobre la conciencia de Truman también gravitó el hecho de que en los últimos meses de la guerra había existido una protesta social grave, principalmente entre los mineros. Aunque dudó considerablemente sobre la política a seguir, acabó por resumirla en veintiún puntos con la denominación de Fair Deal. Se trataba de un conjunto de medidas omnicomprensivas destinadas a promocionar un sistema de seguridad social y a favorecer a los más desamparados.
Al tratar de llevarlas a cabo, Truman se encontró con graves problemas explicables por muy distintas razones. Su intento de que se aprobara una ley para el fomento del pleno empleo en el Congreso fracasó y Truman se enfrentó pronto con acusaciones de corrupción en el reparto de los cargos públicos. También fue incapaz de lograr de la Cámara un servicio médico generalizado. El mayor problema para él resultó la composición del legislativo que en 1945 estaba dominado por republicanos y demócratas conservadores; además, y sobre todo, estaba ansioso de librarse de un liderazgo invasor y que le reducía a comparsa como fue el caso de Roosevelt. Por otro lado, existía una rebelión en buena parte de la sociedad norteamericana en contra del excesivo intervencionismo estatal (por ejemplo, en los controles de precios). En 1947 y 1949, por ejemplo, el Congreso votó reducciones de impuestos que, según Truman, eran injustificables. El enfrentamiento con el legislativo le llevó al presidente a vetar muchas de sus decisiones, pero doce de los vetos de Truman fueron superados finalmente por el legislativo, una cifra muy superior a la de cualquier época anterior.
El estilo provinciano de Truman y su conservadurismo fiscal, por otra parte, le alejaron de los liberales relacionados con el mundo intelectual. Todo esto hizo que en un plazo muy corto, precisamente en el mismo momento en que tenía que habérselas con el estallido de la guerra fría, el presidente sufriera una grave impopularidad. En las elecciones de 1946 los republicanos consiguieron una ventaja aplastante en las dos Cámaras (246 republicanos frente a 188 demócratas y 51 frente a 45 en Congreso y Senado, respectivamente). "Equivocarse es Truman" -decía la propaganda republicana con un mal juego de palabras con el término "humano" ("human").
De este modo, cuando, en 1948, Truman anunció su candidatura para la reelección presidencial pareció que tenía nulas posibilidades. "Hubiera sido feliz -explica con sinceridad en sus memorias- sirviendo a mi país como juez del condado". Todo parecía contra él: en su propio partido le salieron candidatos alternativos cuando todavía estaba lejos de concluir su mandato. Proliferaron también los candidatos independientes: uno de ellos fue el general Eisenhower a quien el mismo Truman se lo propuso. Al comienzo de la campaña era imaginable que obtuviera tan sólo un tercio del voto y la viuda de Roosevelt le quiso convencer de que retirara su candidatura. Sin embargo, los estrategas demócratas le convencieron de que, a pesar de todo, él podía obtener la victoria si conseguía resucitar la alianza que en su día hizo Roosevelt entre diferentes grupos de interés, como negros, campesinos, pobres y grupos étnicos, coalición que constituía la esencia misma del partido demócrata. Así lo hizo y su energía, unida a la ineptitud de sus adversarios, acabó por darle la victoria.
En sus memorias, Truman asegura que "la mayor proeza fue ganar sin los radicales extremistas y sin el Sur". Wallace, al frente de un partido progresista, hubiera podido ser un peligro de haber mantenido una postura más realista en política exterior y de haber logrado el apoyo de los sectores más liberales del partido demócrata. Pero no tomó en consideración ni siquiera el golpe de Estado en Checoslovaquia (1948) y eso le quitó los votos del mundo intelectual y de los sindicatos, donde el anticomunismo era un sentimiento bastante extendido. Un grupo denominado "Americans for Democratic Action", al frente del cual estaba Eleanor Roosevelt, se opuso a los progresistas por vincularlos con el partido comunista. El candidato republicano Dewey siempre fue distante y demasiado confiado: un historiador le ha descrito como "tan excitante como un trozo de tiza".
El senador demócrata sureño Thurmond, con una candidatura defensora de los derechos de los Estados, dividió el voto conservador mientras que, por su parte, Truman hizo campaña en Harlem, lo que le dio más votos que los que perdió en los Estados del Sur. No debe minusvalorarse tampoco lo largo y apasionado de la campaña del presidente saliente. Sin embargo, ganó por poco: no consiguió algunas zonas habituales de los demócratas y quedó por debajo del 50% del total del voto. Le apoyaron los sindicatos y las zonas rurales pero, sobre todo, consiguió la victoria gracias a que los norteamericanos estaban mucho mejor en 1948 que con anterioridad.
Éste es un factor de primera importancia para explicar la sociedad norteamericana de la segunda posguerra mundial. A lo largo del conflicto se había producido un incremento del gasto público que multiplicó su cuantía por diez y que provocó una extraordinaria prosperidad económica. Nada más concluida la guerra, un factor decisivo para comprender el crecimiento estuvo constituido por el conjunto de facilidades concedidas a los veteranos, una vez que regresaron de la guerra, en forma de préstamos para vivienda, para iniciar negocios o reanudar sus estudios. Pero el crecimiento económico, producto de la proyección de la etapa de crecimiento anterior, fue obra de la empresa privada, de lo que el sociólogo Daniel Bell denominó como "la revolución de los conocimientos" y del consiguiente incremento de la productividad. Hacer un coche costaba 310 horas de trabajo pero en el plazo de 10 años ese tiempo se redujo a la mitad.
Lo que importa de forma especial es constatar el volumen de este progreso económico. Con el 7% de la población mundial a fines de los años cuarenta, Estados Unidos tenía el 42% de la renta total: producía el 57% del acero, el 62% del petróleo, el 43% de la electricidad y el 80% de los automóviles. Su renta per cápita casi duplicaba a la de Suiza, Suecia y Gran Bretaña, ejemplos de países desarrollados. En 1947-60 la renta per cápita creció tanto como en el conjunto de la mitad del siglo precedente y el PIB creció un 250% durante ese mismo período.
Todavía más importante que todos estos datos cuantitativos son las realidades cualitativas, mucho más difícilmente mensurables. Por ejemplo, la sensación de apertura de oportunidades al conjunto de la sociedad y, en especial, a los más jóvenes: esto es lo que contribuye a explicar que éstos se endeudaran, actitud que era incomprensible para sus padres que habían pasado por la crisis de los años treinta. Pero, además, se debe tener en cuenta también la aparición, aunque fuera en estado germinal, de industrias que estaban destinadas a un futuro extraordinariamente prometedor. El primer computador data de 1946 y el primer transistor de 1947 por más que en el mercado aparecieran mucho más tarde. La electrónica pasó en los tres lustros posteriores a la finalización de la guerra de ser la industria que hacía el número cuarenta y nueve en los Estados Unidos al cinco en el ranking total. La industria de los plásticos creció un 600% durante el mismo período.
El punto de partida de la Segunda Posguerra Mundial no había sido tan optimista. Aunque en Estados Unidos nació y se desarrolló la civilización de consumo que luego se transmitiría de forma sucesiva al conjunto del mundo en 1945, sólo el 40% de las familias americanas era propietaria de sus casas; sólo un 37% pensaba que sus hijos tendrían mejores posibilidades que las suyas y sólo el 46% de los hogares tenía teléfono. Pero las cosas cambiaron de forma sustancial en el transcurso de sólo década y media.
Un óptimo indicio del cambio de mentalidad y, al mismo tiempo, un testimonio singular de la recuperación de la posguerra fue el "boom" demográfico: en 1946 nacieron un 20% de niños más que en el año anterior. En los cuarenta se incorporaron al censo diecinueve millones de americanos y en los cincuenta la cifra ascendió ya a treinta millones. Como ya se ha sugerido, el "boom" fue el resultado del retorno a la normalidad de los más viejos pero también de una actitud nueva de los más jóvenes, menos preocupados por el posible cierre del horizonte de oportunidades. Para estos jóvenes padres se convirtió en famoso (e imprescindible) el libro de un médico pediatra, el Dr. Spock, uno de los más reeditados en los cincuenta.
Si la Norteamérica de la posguerra se caracterizó por el peso en ella de los niños, otro rasgo fundamental suyo es que se convirtió en una sociedad suburbana. En los años cincuenta las ciudades crecieron seis veces menos que los suburbios y si se construyeron trece millones de casas, de ellos once se levantaron en los suburbios. Ya en 1960 el 60% de los norteamericanos eran propietarios de sus casas en medios suburbanos. El fenómeno nuevo de la aparición de interminables urbanizaciones de casas repetidas fue criticado por ensayistas y periodistas, porque parecía ir acompañado por la monotonía arquitectónica y la radical despersonalización, pero no cabe la menor duda de que la mayoría de los norteamericanos desearon este cambio que, por otro lado, introdujo también cambios en la sociabilidad, fomentando la relación de barrio.
Por otro lado, este tipo de viviendas fue característico de una transformación social irreversible. De acuerdo con el nivel de ingresos atribuidos a la clase media, se llegó a decir que ésta pasó desde antes de la Segunda Guerra Mundial al final de los cincuenta del 30 al 60% de la población. Se había producido, según el sociólogo Daniel Bell, la transformación de buena parte del proletariado en "asalariado" o de los "blue collar" en "white collar". Esta transformación vertiginosa de la sociedad se vio acentuada por la tradicional movilidad geográfica: el 25% de los norteamericanos cambiaron de lugar de residencia una vez al menos al año durante los años cincuenta.
Pero desde el punto de vista de las expectativas de los marginados y de los cambios que habrían de venir en el futuro, esa sociedad norteamericana también resultó muy a menudo decepcionante. En 1945, los negros, las mujeres y los sindicatos no hubieran querido volver al punto de partida anterior al comienzo de sus reivindicaciones y vieron en la victoria bélica la posibilidad de un avance significativo en sus reivindicaciones. Sin embargo, ya a comienzos de los años cincuenta se había producido una inversión de tendencia hacia unos Estados Unidos cada vez más conservadores y poco propicios a aceptar innovaciones.
En 1944, por vez primera, un periodista negro fue admitido en una conferencia de prensa presidencial. Además, a lo largo de la guerra, los negros adquirieron una especial conciencia de su marginación, de manera especial aquellos que fueron veteranos en el Ejército. Así sucedió a pesar de que esta institución no se caracterizaba precisamente por su apertura en estas materias: la Armada sólo aceptaba a los negros en tareas manuales y en el propio Ejército la discriminación duró hasta 1954. Pero no fueron sólo ellos los que lucharon por sus derechos políticos: durante el período 1940-1947 el número de negros censados en el Sur pasó del 2 al 12%. Habían desaparecido ya las muestras más palpables de marginación -el analfabetismo en la población negra se situaba sólo en torno al 11%- pero la protesta se concentraba sobre todo en el Norte a pesar de que dos tercios de la población negra vivía todavía en el Sur.
Allí, en la práctica, las Administraciones estatales no los admitían, por ejemplo, como jueces. No faltaban los casos más graves de violencia contra la población discriminada; hubo aún linchamientos de negros en 1940-44 pero la cifra iba en disminución. El mismo hecho de votar era peligroso. En el mismo año 1948 en que fue reelegido Truman un veterano que votó en Georgia acabó asesinado. El presidente, antes de serlo, aseguró en privado que no era partidario de las leyes contra los linchamientos pero que tenía que cuidar el voto negro de su Estado.
En un principio fue muy poco avanzado en lo que respecta a la desegregación y sólo al final apoyó la existencia de un comité de derechos civiles y acabó por ser el primer presidente norteamericano que se dirigió en un discurso a la NAACP (la Asociación Nacional de Americanos de Color). Merece la pena señalar la diferencia de su comportamiento con respecto a otra minoría, menor en número pero muy influyente en el seno del partido demócrata: en lo que atañe al Estado de Israel alineó a los Estados Unidos con los judíos y creó así una alianza férrea que duraría mucho tiempo.
Lo importante respecto a la discriminación es que en estos años, por vez primera, apareció la conciencia de que era una situación inaceptable y contradictoria con los principios fundamentales de la sociedad norteamericana. Ése fue el tema del libro del sociólogo Gunnar Myrdal en An American Dilemma (1944) acerca de la desigualdad real entre blancos y negros. No obstante, dos de las presunciones en que se basaba resultaron radicalmente falsas: la de que los blancos llevarían la iniciativa en la tarea de combatir la discriminación y la de que los negros acabarían por adecuarse a la forma de vida predominante entre los blancos. Sólo en los años cincuenta empezó la llamada "música negra" a ser considerada como un ingrediente imprescindible en la música popular.
Después de haber desempeñado un papel de importancia decisiva en la fuerza de trabajo durante la guerra, resulta lógico que la mujer no deseara volver exclusivamente al hogar, pero la actitud oficial de la Administración y la de la mayor parte de la sociedad fue más bien propicia a ese retorno. De acuerdo con la legislación se consideraba que los veteranos debían sustituir a las mujeres que habían desempeñado un papel tan sólo circunstancial y, en consecuencia, unos dos millones y cuarto de mujeres perdieron sus empleos en el momento de concluir la Guerra Mundial. Aquellas que permanecieron en el trabajo padecieron una evidente discriminación. El setenta y cinco por ciento de las mujeres tenía trabajos tan sólo femeninos y, como media, la mujer no ganaba más que dos tercios del salario masculino. A mediados de los años cuarenta el setenta por ciento de los hospitales no querían médicos internos que fueran mujeres. En política sólo había ocho congresistas y una senadora en el legislativo norteamericano. Todas las medidas tendentes a la igualdad laboral de la mujer carecieron de los votos suficientes en el legislativo.
Toda esta situación se explica por un estado de conciencia muy arraigado, sobre todo en la población masculina. El sesenta y tres por ciento de los hombres consideraba que las mujeres no debían trabajar si sus maridos podían mantenerlas (sólo en 1973 la proporción fue ya en sentido inverso). A menudo, en las revistas dirigidas al público femenino, se hacían afirmaciones como la de que "el hombre moderno necesita a su lado una mujer pasada de moda". Años después, la femenista Betty Friedan describiría la concepción del hogar como único horizonte vital para la mujer como, en realidad, "un confortable campo de concentración". Los modelos de comportamiento sexual y las referencias al ideal de belleza femenina remitían a ese recuerdo del predominio masculino. En muchos Estados de la Unión era todavía ilegal vender medios para el control de la natalidad. El modelo de belleza incluso cuando parecía transgresor -Rita Hayworth en Gilda- ofrecía la complementaria imagen de la decencia convencional, Incluso la caracterización del símbolo sexual por excelencia, Marilyn Monroe, fue la de una mujer ingenua en el fondo, aunque pareciera otra cosa en ocasiones.
Si los negros y las mujeres se vieron decepcionados como consecuencia de la oleada de conservadurismo que se produjo en los años de la guerra fría, en el caso de los sindicatos se produjo un manifiesto retroceso. En 1945 se partía de una tasa de sindicalización muy elevada, próxima al treinta y cinco por ciento. Además, los líderes sindicales manifestaban una decidida voluntad de llegar a una "democracia industrial" en la que a los sindicatos les correspondiera un papel decisivo. Por otra parte, en los medios industriales y políticos existió siempre un evidente temor a que los sindicatos cayeran en las manos de radicales. Originariamente, los propios sindicatos vieron en Truman la actitud de un presidente que parecía interesado en romper las huelgas. Sin embargo, cuando el Congreso y el Senado votaron la Ley Taft Hartley (1947) cambiaron de opinión. La ley ponía dificultades objetivas a los sindicatos, como crear períodos de enfriamiento de los conflictos, impedir la afiliación compulsiva a un solo sindicato en un lugar de trabajo y suponer la obligación de declarar los jefes sindicales que no eran comunistas. Truman vetó la ley pero su decisión fue derrotada en las dos Cámaras del legislativo norteamericano. Hasta mediados de los cincuenta, los sindicatos más radicales, que representaban un millón de afiliados, tuvieron fuerte implantación comunista. Sin embargo, estaban condenados en la práctica a la marginalidad y a convertirse en inviables porque los propios grandes sindicatos se enfrentaron a muerte con ellos.
Éstos fueron los aspectos menos positivos de una sociedad en que, como en todas partes, las expectativas creadas durante la Guerra Mundial se vieron decepcionadas en un elevado porcentaje. Pero esa sociedad tenía vertientes mucho más positivas. Aunque el 5% de la población era propietaria del 19% de la riqueza, era también una de las sociedades de todo el mundo en que la movilidad social era mayor. Seguía siendo, además, una sociedad muy estable. Homogénea -las leyes de la preguerra habían restringido severamente el número de los inmigrantes- aparecía, además, caracterizada por actitudes conservadoras: hubo un momento en el que la tasa de divorcios se aproximó a un tercio del número de matrimonios, pero después de la guerra disminuyó mientras que crecía el peso social de la religión.
Había, además, aparecido a comienzos de los cincuenta una civilización del consumo. Pronto hubo un coche por cada tres adultos y la compra para el consumo en el hogar empezó a llevarse a cabo en los grandes supermercados suburbanos. En ellos era posible encontrar toda una serie de novedades que parecían de ciencia-ficción para la generación anterior: el secador eléctrico de ropa, el disco, la cámara Polaroid.